Pbro. Dr. Luis Mauricio Albornoz Olivares, decano de la Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas de la Universidad Católica del Maule.
Mucho ha llamado la atención, sobre todo en los últimos días, la insistencia ofrecida por algunas iglesias evangélicas de reunirse para la celebración del culto religioso. Esto, a pesar de lo contraproducente de dichos encuentros frente a todas las orientaciones e indicaciones sanitarias que buscan prevenir la propagación del Covid-19 o Coronavirus. Desde la otra ladera, podemos reconocer lo difícil que es para el creyente, sacrificar en parte, las celebraciones propias de su fe. La Semana Santa pasada que obligó a la renuncia de las celebraciones comunitarias fue un ejemplo de lo determinante que es para el hombre y la mujer de fe, el ver limitada sus posibilidades espirituales, pero, sabemos bien y con evidencia, que la situación sanitaria lo exigía.
Lo recientemente ocurrido con la iglesia evangélica Impacto de Dios en La Pintana, después de la veintena de afectados, derivados de una iglesia evangélica en Puente Alto, alertó a la opinión pública. Si bien en jornada de trabajo con el ministro Felipe Ward, la iglesia evangélica ha asegurado que cerca del 90% de sus congregaciones a lo largo del país suspendieron los cultos presenciales, surge la legítima pregunta… ¿y qué pasa con el otro 10%? Si en Chile las iglesias evangélicas inscritas están entre 3200 y 3500, estaríamos hablando que hay un no despreciable número de unas trescientas iglesias que no están comprometidas con esto, y en consecuencia, existen otros tantos casos mediáticamente menos difundidos que obligan a preguntarse que es lo que da sostenibilidad a una actitud contumazmente equívoca, que atenta contra toda lógica sanitaria, y que irrumpe escandalosamente con lo fundamental que se debe atender en época de pandemia.
Ya señalábamos en un artículo anterior lo relevante que resulta el buen uso de la razón y lo razonable, en materia religiosa, y la identidad de la fe cristiana con esa razón (logos) y su pertinencia en situaciones complejas y difíciles como la que vivimos. En este sentido, la situación de la pandemia que estamos experimentando, ha visibilizado muchas realidades que existiendo en medio de nosotros permanecían inadvertidas en el entramado social, pasando casi desapercibidas en el diario vivir de una época de angustia. Dentro de esas realidades ha emergido con notoriedad el comportamiento de algunos pastores evangélicos, algunos cultos, e incluso una serie de enunciados como el del senador Iván Moreira que a propósito de la pandemia habla de un castigo de Dios.
Entendiendo el respeto que merece un credo y la promoción y defensa de la libertad religiosa inscrita en nuestra legislación civil y reconocida también en la propia legislación canónica, es necesario recordar el sentido que tuvo la crítica hecha por la Iglesia católica a propósito de la ley de culto (1999) actualmente en vigencia en nuestro país, y que en su momento le significó la ridiculización política y el desprecio de quienes –como siempre– miran con estrechez el actuar de una confesión. Como somos de memoria frágil, y rápidamente se nos olvida lo que la historia nos enseña, quisiera traer a colación la promulgación de dicha ley (Ley 19.638) frente a la cual la Iglesia advirtió los efectos que podía tener sobre las personas.
Una de esas advertencias que hacía la Iglesia Católica de entonces, señalaba: Particular gravedad adquiere, en este caso, el Intento que se hace, en el contexto de una campaña electoral, de establecer por ley una absoluta igualdad de trato, solicitándose que, a cambio de apoyo, se apruebe una ley ambigua cuya aplicación no solamente cometería la injusticia de producir graves daños a Iglesias que tienen una trayectoria y valoración que han sido ampliamente reconocidas, sino también podría llegar a dañar nuestra convivencia social. Algo que los políticos de ayer ridiculizaron, e incluso opacaron acusando a la Iglesia Católica de defender sus propios intereses. Hoy, veinte años después, se cumple exactamente esta advertencia, la igualdad de trato a realidades desiguales ha traído un daño al mundo evangélico y a su imagen pública, teniendo esta confesión muchos elementos que contribuyen a la sociedad “con trayectoria y valoración” como decía la cita, pero además ha traído daños objetivos a nuestra convivencia sanitaria y social actual. ¿La Iglesia católica era adivina para saber que esto pasaría? no, por supuesto que no, se trata simplemente de mirar y leer la historia con impronta profética en base a lo razonable, algo de lo que la ley de culto carece.
En el mismo documento que firmaba la CECH de entonces se cita en otro punto: En este caso, no se puede afirmar que las realidades que este proyecto de ley quiere reconocer como Iglesias, confesiones u organizaciones religiosas sean, desde un punto de vista institucional, iguales entre sí. Por eso, si bien no objetamos que se consideren las demandas de otras confesiones religiosas, asimilándolas a los derechos de la Iglesia Católica si son similares a ella, juzgamos que sería contrario al principio de igualdad el que se las igualase a todas, como si fueran realidades institucionales efectivamente iguales. He aquí el problema de entender el sentido de igualdad sobre realidades desiguales. Sobre todo cuando un mínimo de institucionalidad no existe en la naturaleza de algunas iglesias. No cualquier iglesia se puede reconocer como tal, se necesita y solicita de elementos fundacionales erigidos sobre la razonabilidad del sentido de la fe, además de un piso mínimo educacional sobre el cual se puedan formar intelectualmente quienes están llamados a conducir a otros en materia espiritual. Si el cristianismo es la religión del logos, no puede renunciar a él, y como insiste la propia Palabra de Dios, se hace necesario para quien acompaña y conduce la grey estar dispuesto a dar razón de la fe que dice profesar (1 Pe 3,15), y esa razón no es magia ni superstición, sino base sólida sobre la que se puede construir. Si esto no está en el origen de lo que se construye, terminaremos acusando a Dios de nuestros males, y a la religión de las mayores desgracias. En este sentido el cristianismo anuncia a un Dios que no castiga, como dice Moreira, sino que ama, y porque ama salva, teniendo razones más que suficientes para reconocer esta realidad y anunciarla.
Claramente, a la luz de los hechos, no todas las así llamadas iglesias son iguales, ni siquiera dentro del mismo mundo evangélico vemos igualdad, y la crisis sanitaria lo ha revelado de un modo indiscutible. Sin embargo, la ley aprobada por el parlamento de entonces y promulgada en noviembre del año 1999, bajo el gobierno del presidente Frei Ruiz-Tagle, así lo establecía.
Más complejo resulta la definición que la ley aplica para comprender una determinada confesionalidad. La ley entiende por iglesia a las entidades integradas por personas naturales que profesen una determinada fe. Es decir, la afirmación es tan amplia como ambigua, en consecuencia, para determinar si estamos ante una entidad religiosa se ha de evidenciar condiciones tan mínimas que posibilita que cualquier persona, en cualquier índole, con un mínimo de acciones que son inferiores a la formación de un club deportivo o de una junta de vecinos (con el respeto que estas organizaciones me merecen) pueda ser llamada Iglesia. La influencia espiritual que un líder religioso puede tener, sobre todo cuando no hay naturaleza suficiente en sus fieles es tan gravitante y relevante, que de no entender bien su servicio, puede alterar y empañar la vida misma de un miembro de su comunidad para siempre, prueba de ello tenemos en todos los credos.
Tan amplia libertad en materia religiosa puede prestarse a abusos y a engaños en ámbitos que afectan bienes constitutivos y espirituales de la persona, derivando en fanatismo, o mera superstición, lo cual trae como consecuencia efectos sociales y públicos de una eventual realidad llamada iglesia, pero que bajo las figuras jurídicas anteriormente citadas no tiene consistencia. Es de esperar que un escepticismo menos radical en lo político, posibilite una apertura a un tiempo nuevo también en materia religiosa, lo que sería otra posibilidad que la desgracia del coronavirus podría generar.
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